De muta cinere. Óscar Casado Díaz

 

 

Hoy es el último día de verano del año 73; el 2106 de la antigua era según el anciano. Es el más viejo del clan, y su memoria se ha perdido en la locura. Aun así, me gusta escuchar sus estúpidas historias que hablan de los antepasados y de un mundo que ya nadie recuerda. Por eso, a veces me acerco y camino junto a él. Hablamos de la lluvia que se retrasa, de la caza que habrá para la cena, del niño que nació hace dos semanas. Después le pregunto por el pasado. Me cuenta que hubo un tiempo en el que los hombres eran como dioses y dominaban la Tierra. Me cuenta que fabricaban luz que no quemaba; que comían alimentos que no cazaban y que tampoco se pudrían; que curaban con una magia poderosa todas las enfermedades; que construían transportes voladores para recorrer la infinidad del mundo; y que hablaban unos con otros sin importar la distancia. También me confiesa, mirando hacia el vacío, que fueron los humanos del pasado y no los dioses los que construyeron las pequeñas montañas geométricas cubiertas de cuevas donde ahora abandonamos nuestros cadáveres. Le tiembla la voz cuando me suplica que recuerde que esos lugares fantasmales y malditos eran la morada de los hombres. En su locura, me agarra del brazo, con las pocas fuerzas que le quedan, y susurra que los antepasados podían habitar la luna y las estrellas. No puedo aguantar la risa mientras le respondo que para qué querrían los antepasados habitar la luna si es el reino de los muertos, donde nadie quiere ir y todos llegamos. Entonces me insulta varias veces y se aleja.

Al regresar de la caza, vuelvo a acercarme a él. Suele estar en una colina al oeste, sentado sobre uno de esos esqueletos de metal herrumbroso. Desde allí contempla el territorio prohibido de montañas geométricas horadadas. Llego en silencio y me siento a su lado sin decir nada. Tengo que esperar antes de que comience a hablar en voz baja, para sí, como si yo no estuviese. Dice que estamos equivocados al pensar que nuestra vida siempre ha sido así. Que los esqueletos de metal que cubren los caminos oscuros no son huesos de animales legendarios, sino máquinas que los hombres utilizaban para transportar objetos y personas. Después guarda silencio.

El sol rojizo se acerca al horizonte; una ligera brisa del norte agita nuestros cabellos. Me conmuevo ante el paisaje del crepúsculo y me doy cuenta de que siento un afecto especial por este anciano loco que inventa historias del pasado. Por eso le pido que me cuente una vez más esa leyenda del final de los dioses. Tarda en contestar, pero sus palabras acaban fluyendo como un susurro que se pierde en la distancia.

Me recuerda todos los logros que tenían los antepasados que ya me había dicho en otras ocasiones. Me recuerda que poseían armas con magia poderosa para matar miles de hombres. Yo le digo que no lo entiendo, que si podían sanar enfermedades, si podían viajar por los cielos, si no necesitaban cazar para alimentarse ni para hacer ropas de cuero, por qué necesitaban armas. Me responde que los antepasados estaban poseídos por el espíritu del poder y la codicia. Le pregunto si todos estaban poseídos. Me responde que no, que había muchos que sufrían porque no tenían nada. Le digo que no lo entiendo, que en el clan todo se comparte. Me explica que en aquellos tiempos los hombres vivían solos y eran egoístas, por eso no compartían la magia de la curación ni los alimentos que no se pudren. Le pregunto que por qué los que no tenían magia no podían cazar y vivir como nosotros. Él me mira y me dice que no era posible; que la Madre Naturaleza estaba moribunda porque había sido herida por los antepasados. Le digo que la Madre Naturaleza es infinita y que es buena y que ofrece alimentos para todos. Me responde que la voracidad de los antepasados no tenía límites.

El sol se esconde sobre las montañas geométricas del territorio prohibido. Escuchamos los gritos de las aves que buscan cobijo ante la noche. El viento se hace más frío; las sombras, más alargadas; y la mirada del viejo loco, más profunda. Le pongo una de mis pieles por encima y él me aprieta la mano con afecto. Me dice que sabe que no debería contar viejas historias que todos prometieron olvidar, pero que la memoria le duele y le hace hablar. Le digo que no importa y le pregunto por el final de los antepasados. Su voz se vuelve casi un susurro cuando cuenta los días difíciles donde ocurrieron muchas cosas. Se enfadaron los espíritus que protegen a la Madre Naturaleza: los cielos embistieron con gigantescas tormentas, tembló la tierra y los ríos y los mares se levantaron para tragarse a los humanos. Hubo revueltas y luchas por ideas y por hambre. Millones de humanos fueron exterminados en las guerras con poderosas magias. Una extraña enfermedad arrasó la vida. Tiempos de fuego, oscuridad y muerte.

Se le corta el aliento. Pongo mi brazo sobre los hombros. Espero. Tras un rato, me cuenta que cuando acabó todo, aún seguían muriendo sin motivo. Que tuvieron que pasar muchos inviernos antes de que la muerte se calmase. Fue entonces cuando destruyeron los restos del pasado, pues los pocos que quedaron se juraron no volver a los lugares prohibidos donde se encuentran las montañas geométricas. Formaron pequeños grupos que tuvieron que empezar desde la nada. No sabe si todos los que sobrevivieron hicieron lo mismo. Lo que sí sabe es que fue mejor así, porque el espíritu del poder abandonó al hombre y la madre naturaleza pudo volver a protegerle. Por eso tenemos que cazar para comer, por eso apenas podemos curar las enfermedades y por eso no vivimos muchos años. Luego, añade: “Hemos perdido mucho… Pero tal vez hayamos encontrado un sentido a nuestra existencia”.

El sol ha desaparecido. Le ayudo a levantarse. Comenzamos a caminar lentamente hasta el poblado. Mañana levantaremos las tiendas y marcharemos en busca de un lugar donde pasar el invierno. Un invierno al que, probablemente, el viejo no sobreviva. Mientras andamos, pienso que, cuando él muera, sus historias se perderán en las mareas oscuras del olvido. Y yo, ante su ausencia, lo echaré de menos.

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