Cuento acerca del futuro –probable- de la Humanidad.Juan Carlos Padilla Estrada.

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Si la población terrestre continúa duplicando su número cada treinta y cinco años (como lo está haciendo ahora) cuando llegue el año 2.600 se habrá multiplicado por 100.000 (...)  ¡La población alcanzará los 630.000.000.000! Nuestro planeta sólo nos ofrecerá espacio para mantenernos de pie, pues se dispondrá únicamente de 3 cm2 por persona en la superficie sólida, incluyendo Groenlandia y la Antártida. Es más, si la especie humana continúa multiplicándose al mismo ritmo, en el 3.550 la masa total de tejido humano será igual a la masa de la Tierra... ¡En el 7.000 la masa humana sería igual a la masa de todo el Universo conocido!

Evidentemente, la raza humana no puede crecer durante mucho tiempo al ritmo actual, prescindiendo de cuanto se haga respecto al suministro de alimentos, agua, minerales y energía. Y conste que no digo "no querrá", "no se atreverá" o "no deberá": digo lisa y llanamente "no puede".

(Isaac Asimov, Introducción a la Ciencia, 1973)

 

 

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Saludos,  humanos. Si estáis leyendo estas páginas es que estáis vivos. Mi enhorabuena por ello. Yo estoy aquí para contaros una historia. Una gran historia, la de mi vida,  o lo que yo conozco de ella.  Y para que entendáis esta larga narración hemos de comenzar por el principio. De modo que sed pacientes y escuchadme, no os arrepentiréis. Y escuchadme bien, porque quizá esta sea la única manera de no repetir los errores del pasado.

 

1.

Y el principio ha de ser algunas de las cosas que me enseñaban en el colegio cuando yo era pequeño. Recuerdo bien a mi profesor de Ciencia, un hombre de escaso pelo alborotado que vestía con pantalones un tanto cortos y chaquetas de coderas desgastadas. Cuando el profesor comenzaba a  explicar la historia de la ciencia se le iluminaba el rostro, y ese aire despistado que siempre le atribuimos a los sabios desaparecía y era substituido por una mezcla de vehemencia y pasión como solo he visto repetido en individuos que creen firmemente en lo que hacen, que se saben poseedores de ese impulso vital que ilumina las utopías, allá a lo lejos…

 

Pues bien, D. Ramón nos contaba que la naturaleza es perfecta. Un día nos trajo a clase una película. Era un documental que proyectó sobre nuestra pizarra digital, un documental de animales.   En él se recreaban escenas terribles, de vida y de muerte, las segundas más abundantes, más intensas, más impactantes. Allí vimos como salían de una gran tortuga centenares de huevos, que eran enterrados en la arena de una solitaria playa. Al anochecer de un cálido día y escoltadas por la luna, centenares, miles de tortuguitas emergían simultáneamente de los huevos y se dirigían instintivamente hacia el cercano mar. Las pequeñas crías nos inspiraban ternura y despertaban nuestros más tiernos sentimientos de protección, de modo que los niños contemplábamos horrorizados cómo en esa playa, convocados por una ancestral llamada, se hacinaban innumerables depredadores, los enemigos de las tortugas:  aves marinas de gran envergadura, alimañas rastreras que raptaban a las crías con malévola habilidad y centenares de escualos que esperaban a las sobrevivientes a su llegada a las tibias aguas marinas, engañosamente protectoras. D. Ramón nos explicó que el veinte por ciento de las tortugas lograba llegar al mar, y que sólo cuatro de cada cien emprendían su primer viaje, a cuya meta llegaba una.

¡Una tortuguita de cada cien! Los niños gritábamos angustiados, revelándonos contra el holocausto que suponía sacrificar a noventa y nueve individuos de cada cien, algo inaceptable a poca sensibilidad que se posea, y más a los ojos de los niños de doce años.

D. Ramón dejaba que se expresara nuestra cólera y que juráramos venganza eterna a cualquier depredador que hoyase la superficie de la tierra. Tras la batahola,  nos miraba sonriente y retador:

-Si no fuera por los depredadores, esos que tanto odiáis, las tortugas se extinguirían. En unas cuantas generaciones. Y quizá el resto de las especies. Y nosotros con ellas.

Los niños nada entendíamos. Y mirábamos a D. Ramón como si tratara de arrancarnos nuestros mejores sentimientos  y hacernos un poco adultos, taimados, insensibles, tolerantes con las injusticias y con las aberraciones naturales. Y algo nos decía en nuestro interior que no debíamos de dejarnos arrancar la inocencia, que debíamos luchar por seguir siendo idealistas y generosos… y luchar por la supervivencia de nuestras tortuguitas.

Y apenas escuchábamos el razonamiento posterior de D. Ramón, cuando nos explicaba el sutil equilibrio de la naturaleza:

-La mejor prueba de la eficacia del sistema natural es su pervivencia: la vida lleva asentada sobre el planeta varios centenares de millones de años y su regulación es perfecta. Ese equilibrio se basa en la consideración del concepto especie como prevalente sobre el concepto individuo. La prioridad natural es la conservación de la especie, el individuo no es más que un pequeño eslabón en la eterna cadena de la vida, idéntico a sus adyacentes, prescindible en cualquier caso. Y es precisamente esa sutil gestión la que hace que las tortugas pongan exactamente un número de huevos que garantice la sustitución de unos individuos por otros, con un estrechísimo margen de variación. Porque además las tortugas están integradas en la pirámide alimentaria, y han de servir para nutrir a otros animales, situados por encima de ellas.

Los niños prorrumpíamos entonces en abucheos al intuir que nuestras amadas tortugas nacían para alimentar, a las pocas horas de vida, a desalmados escualos o a aborrecibles alimañas.

-Y además la naturaleza es tan sabia que selecciona a los más aptos, de modo que éstos son los que sobreviven y llegan a reproducirse, legando a su descendencia los mejores genes, los más preparados. En el camino quedan, naturalmente, los tullidos, los enfermos, los menos dotados.

¡Aquello era demasiado! Ahora D. Ramón intentaba convencernos de la bondad de la muerte de las tortuguitas enfermas, las cojitas, las que tenían dificultad para andar o para ver en la oscuridad.  Casi sin darnos cuenta, todos los niños miramos de soslayo a Pedro Luis, un compañero que iba en silla de ruedas porque tenía los huesos de las piernas de cristal, según nos habían dicho. Y creo que todos pensamos en lo mucho que nos dolería que muriera Pedro Luis, que era muy bueno, aunque no jugara con nosotros en los recreos.

-De modo, señores, -D. Ramón nos trataba siempre con mucho respeto, como si ya fuéramos mayores- que la regulación de las especies es primordial en el ecosistema global del planeta Tierra. Debe existir un número concreto de leones, de hienas, de gacelas y de… de tortugas. Ni más ni menos, el número adecuado. En eso se basa la vida. Si, por ejemplo, el número de tortugas aumentara más allá de cierto límite, se vería amenazada la existencia de las especies que se encuentran por debajo en la pirámide alimentaria, de las que se alimentan, y eso trastocaría todo el equilibrio del planeta, pues todo está interconectado, y haría peligrar multitud de otras especie, entre ellas seguramente la nuestra. Así que, fíjense, el hecho de que 99 de cada 100 tortugas mueran tras nacer permite que sigamos habitando este planeta…

Yo recuerdo que en aquel momento pensé que prefería habitar un planeta con exceso de tortuguitas  que con muchos D. Ramones.

 

2.

Para que comprendáis mi historia hemos de seguir remontándonos al pasado… no mucho, no temáis…

Volvamos, por un instante, a una de las didácticas clases de D. Ramón. Muchos de mis compañeros detestaban el colegio, pero casi todos apreciábamos las clases de D. Ramón. Porque eran diferentes a las habituales lecciones de temas que nada nos motivaban; éstas eran interesantes. 

-La humanidad ha vivido, durante toda su historia, gracias a la energía solar.

Yo sospechaba a veces de D. Ramón, y ciertas afirmaciones me hacían cuestionarme su cordura. Ahora me imaginaba a los cromañones  instalando en sus cuevas paneles de energía solar fotovoltaica, y eso me hacía cierta gracia. Él dejó que todos representáramos esta imagen en nuestro cerebro, para luego continuar.

-Porque el sol es quien hace crecer a los árboles, quien forma sus troncos, que posteriormente se transforman en leña y en fuego… en energía, en definitiva.

Nos regalaba otro instante para que suspiráramos aliviados, y continuaba.

-Y así fue desde el inicio de los tiempos. La humanidad se ha movido a lomos de esa energía, y ese hecho constituía un factor limitante de su propio crecimiento. Digamos que los humanos no podíamos sobrepasar un cierto número, no teníamos recursos energéticos para ello. Por eso la población de la Tierra se mantuvo contenida durante siglos. Por eso y porque se preservaba el sutil equilibrio natural, entre nacimientos y muertes, con unas expectativas de vida moderadas y un recambio generacional  estable, de modo que el número total de individuos fluctuaba entre márgenes muy estrechos. Y así llegamos a mitad del siglo XIX. En el que se descubren los combustibles fósiles, fundamentalmente el petróleo. Eso representa un cambio en…

-Pero, D. Ramón, el petróleo también se puede considerar un producto de la “energía solar” si nos atenemos al concepto que antes nos ha expuesto. –El que interrumpía era Rodriguito, el de siempre. Redicho hasta vomitar, pedante, empollón repulsivo, aprovechaba la primera ocasión para lucirse e intentar dejar en evidencia a los demás… ¡lo adorábamos!

-Vale Rodriguito, bien. Ya sabía yo que te ibas a adelantar. –D. Ramón también le quería-  Pues sí… sí. El petróleo también procede de los rayos del sol, porque son ellos los que aportaron la energía para hacer las plantas que comieron los dinosaurios, cuyos restos son lo que ahora quemamos para mover las modernas fábricas, los aviones o nuestros coches. 

D. Ramón suspiró y devolvió una socarrona sonrisilla al inefable Rodriguito, mientras sofocaba un amago de abucheo, única venganza a nuestro alcance. Ya restablecido el orden natural, continuó.

-Como os digo, el petróleo representó un nuevo horizonte en el desarrollo de la Humanidad.  Porque permitió incrementar ese límite de población  que imponía la energía. Y así, la curva poblacional pasó de ser prácticamente una horizontal a tener una pendiente abrupta –D. Ramón nos dibujaba una larga línea  recta que se empinaba bruscamente a partir de un punto – y en poco menos de un siglo, la humanidad se dobló, para posteriormente reducir a un tercio de siglo el tiempo de duplicación, algo impensable solo unas centurias antes. 

Nosotros apenas conseguíamos captar la importancia de aquel razonamiento, que debía ser muy relevante a tenor de la vehemencia con que lo exponía D. Ramón.  Bueno, el único que parecía asumir realmente su relevancia ya imagináis quien era. Sí. Ése.

-Además, en el siglo XX se produjeron avances importantísimos en el campo de la salud, lo que permitió elevar extraordinariamente la expectativa de vida, que se multiplicó por dos durante esa centuria gracias a la mejora de la higiene, la alimentación, el descubrimiento de los antibióticos y el control de enfermedades crónicas. Todo ello hizo que un hombre nacido en 2.000 gozara de una esperanza de vida exactamente doble que su bisabuelo, venido al mundo en 1.900.

D. Ramón hacía frecuentes pausas para que asimiláramos sus palabras. Nosotros intentábamos comprenderlas, aunque no siempre lo conseguíamos. Pero por la simpatía que nos inspiraba el profesor nos cuidábamos de que se diera cuenta.

-Juan Carlos se está durmiendo… -La acusación salió del banco del fondo, casualmente del que ocupaba Rodriguito.

-“Ojala te mueras” –contesté medio somnoliento. No era verdad, del todo. Y es que me tenía una manía…

D. Ramón me miró con una sonrisa afectuosa, y encogió ligeramente los hombros, cómplice. Yo me volví y obsequié a mi compañero con la hiperextensión de uno de mis dedos, concretamente del corazón.

-De modo que entre 1.950 y 2.000 la población mundial pasó de 2.500 millones de personas a cinco mil quinientos y en 2.020 seremos diez mil millones. Con una particularidad además, la pirámide de población se ha invertido en los países desarrollados, donde existen más personas mayores que jóvenes, algo insólito en la historia, algo antinatural, de cualquier manera. -Los chicos nos mirábamos un tanto intrigados, no acabábamos de entender adonde nos llevaba el profesor.

-Y ¿sabéis cual ha sido el resultado de todos estos acontecimientos?

Silencio. Absoluto. Sólo una mano elevada en el banco del fondo. Ni caso.

-¿Recordáis a las tortuguitas?

La sola mención de los pequeños y tiernos reptiles nos puso en guardia. Aún estaba muy reciente la hecatombe con nuestros animales favoritos. Escuchamos atentos.

-Pues esa selección darwiniana que tan bien funciona con ellas, que mantiene su número controlado, que hace que sobrevivan solo las aptas y que garantiza su supervivencia, generación tras generación, es lo que los humanos hemos alterado, de manera irreversible, me temo. Es previsible que el crecimiento descontrolado de la población supere en breve un cierto umbral que haga inviable el mantenimiento de la especie. Como en una placa de Petri, donde crece una colonia bacteriana, que cuando alcanza un número elevado de individuos se extingue por falta de alimento. Ese puede ser el futuro de la Humanidad si no tomamos medidas. Y rápido.

Todos los niños, casi todos, nos apesadumbramos al intuir los derroteros por los que discurría el razonamiento de nuestro profesor.

-La Humanidad es una especie más, de los millones que pueblan el planeta. Pero es una especie singular. Aunque quizá su peculiaridad resida en que es la única capaz de autodestruirse. Y millones de especies se han extinguido antes de nosotros.

-Mi papá suele decir que los pobres y los tullidos deberían desaparecer de la tierra, para dejar sitio libre a los ricos y a los sanos. –Sí. Era él. Habéis acertado. ¿Quién si no?

-Lamentablemente, Rodriguito, puede que a tu padre no le falte razón. -Aquella fue la primera vez que vimos reflejada la amargura en la cara de nuestro querido profesor.

 

3.

A veces la vida regala pequeñas dosis de placer, un bocado de dulce venganza disfrazado de casualidad. Como aquella mañana de hace ya tantos años en que  apareció nuestro inefable Rodriguito en el colegio con aquel artefacto. Resulta que sus dientes no estaban demasiado bien alineados –“lo que contrasta con tu cerebro, querido, tan ordenado, tan perfecto” le repetía continuamente su madre- y parecía que le habían sido arrojados dentro de la boca sin orden, al montón. Y su ortodoncista, que era el mismo que el mío -un genio-, debió inventar un nuevo aparato para el bueno de Rodriguito. De modo que apareció por clase con un enorme anillo de acero inoxidable que le rodeaba la cara a la altura de la boca y no sé bien qué tracciones debía realizar para intentar equilibrar aquel desaguisado. Y lo confieso ahora, muchos años después. Sí, fui yo. Su madre presentó una queja formal ante el Director del colegio y estuvieron buscando al culpable. Varios días. Pero se toparon con un muro de solidaridad y compañerismo. Todos a una, como en la novela de Calderón.

-No sabe usted cómo está Rodriguito, señor Director. No vive, no hace más que llorar. –Su madre esbozaba unos pucheros sorprendentemente similares a los de su hijo- No quiere salir de casa. Nada le consuela. No quiere ver a nadie. Este trauma le va a durar toda la vida. Y es que un apodo así… temo que no se recupere, señor Director…

El Director era un hombre afable, con sentido del humor. Y con la actitud más comprensiva e interesada que fue capaz de expresar le preguntó a la madre de Rodriguito, inocentemente:

-¿Y cuál es ese apodo, señora?

Quizá estuviera preparado para cualquier mote. No sé si para ése.

-Saturno, señor Director. ¡Le llaman Saturno!

La enrojecida señora salió del despacho del Director dando un portazo, que sofocó las indisimuladas carcajadas de su ocupante.

 

4.

-¡Coño Saturno! ¡Cuántos años sin verte!

Rodrigo Sebastián Esclarecido De Las Bienaventuranzas (a veces la vida es cruel) tardó en identificarme tras sus gafas y luego esbozó un gesto que solo él podría calificar como una sonrisa.

-Hola… sí… hace años que no nos veíamos… tal vez menos de los deseables.

-Sigues tan agradable como siempre, Satur. Pues yo sí me alegro de verte.

-No creas que no sé que tu fuiste el artífice de mi mote. Y no te lo he perdonado. Ni pienso hacerlo. –Su cara reflejaba enojo, realmente, después de tantos años… en fin… genio y figura, pensé en aquel momento.

En ese instante, un ujier uniformado nos llamó a todos los asistentes, emplazándonos a que ocupáramos nuestros asientos reservados.  Yo había sido convocado a aquella reunión de una forma un tanto atípica. Con un cierto secretismo, un día apareció en mi casa un hombre tan gris como su traje que me recitó unas lacónicas instrucciones, acompañadas de un billete de avión y un plan de viaje. La conferencia tenía un título rimbombante, como “Simposium multidisciplinar de expertos acerca del reciente devenir humano y sus inmediatas perspectivas”, o algo similar.  Y allí observé a un grupo muy heterogéneo de personas, de las que solo conocía a algunas por su notable  relevancia pública. Bueno, y a Saturno, naturalmente, que nos reencontrábamos después de más de veinte años de acabar el colegio. Yo tenía referencias de que había tenido éxito en la vida. Estudió Economía, Administración de Empresas y Ciencias Políticas y su influencia familiar, combinada con su “indudable talento”, le hizo ascender meteóricamente en una importante multinacional del sector energético. Y le iba bien, evidentemente muy bien. Lo sorprendente es que coincidiéramos en el mismo foro, cuando yo no era más que un modesto ingeniero especializado en inteligencia artificial. Quizá mis méritos se basaran en un librito que publiqué unos dos años antes, de título un tanto críptico: “Las leyes robóticas de Asimov en el ecuador del XXI” En él especulaba acerca de los códigos morales actuales y su transformación ante la inminente eclosión de una auténtica inteligencia artificial. Y no sin cierta sorna intentaba dar algunas claves para dotar a esas máquinas de algo parecido a una conciencia. Creo que con escaso éxito, al menos eso es lo que pensaba mi editor de mí y de mi libro.

Estaba yo repasando mentalmente todos estos hechos cuando un  buen señor subió al estrado y comenzó una larga disertación introductoria, tan aburrida que me hizo sumirme nuevamente en mis pensamientos. El orador fue sustituido por otro, sin que eso supusiera demasiado aliciente para mí, sumido ahora en los letárgicos efectos del jet lag.   Éste comenzó a exponer no sé muy bien qué, porque de momento se apagaron las luces y comenzó una proyección. Entonces, venciendo la somnolencia, algo me hizo abrir los ojos para contemplar en la pantalla a unas esforzadas tortugas que salían de pequeños huevos y se precipitaban hacia el mar sorteando mil obstáculos. “¡Mis tortuguitas!”, casi vocifero en medio del silencio. Y lo presentí. No podía ser otro. Un poco más mayor, con el pelo gris, pero manteniendo su entusiasmo y la vehemencia con la que hablaba a los muchachos de doce años treinta años atrás. El bueno de D. Ramón. Eso sí, llevaba unos pantalones cortos y una chaqueta con coderas, que juraría que ya le había visto antes.

Alguien dijo alguna vez que el mundo se nos había quedado pequeño. Y en aquel momento experimenté la sensación de que era minúsculo, poco más que una aldea. Porque allí, tantos años después, volvíamos a estar juntos D. Ramón, Satur… digo Rodriguito y yo. Como en aquella clase del colegio de los Hermanos Maristas… Seguro que comprendéis que me emocionara.

D. Ramón realizaba su exposición de manera concisa, como un relojero que ensambla cuidadosamente la maquinaria de un reloj. Paulatinamente fue encajando sus argumentos, los límites de población en función de las fuentes energéticas, la ausencia de selección natural, el crecimiento desordenado, el exceso de población, cifrado ya en doce mil millones de almas… Me hacía gracia comprobar que D. Ramón se dirigía en el mismo tono, con el mismo nivel, a aquella selecta representación de la intelectualidad humana que como antaño lo hacía a los niños de 12 años. Y sonreí pensando en lo adecuado de ese planteamiento.  D. Ramón había llegado a ser asesor científico de la Agencia de Alimentación de las Naciones Unidas. Y prosiguió su exposición.

-A todas estas variables hay que añadir el cambio climático que hemos generado en el último medio siglo. Como bien saben ustedes, la temperatura media ha ascendido más de cuatro grados, los casquetes polares son apenas blancos vestigios, miles de ciudades costeras han sido barridas por el ascenso del nivel del mar, cifrado en algunos lugares en más de noventa centímetros. Las hambrunas se han hecho más intensas y prolongadas de la mano de las sequías. No hemos conseguido frenar las emisiones de CO2 a la atmósfera, y el efecto invernadero es prácticamente asfixiante.

Las imágenes que ilustraban la exposición de D. Ramón mostraban un planeta en estado casi terminal. Grandes extensiones desérticas, zonas costera inundadas, ciudades sepultadas por agua y por arena, bosques calcinados por voraces incendios, metrópolis cuyo aire resultaba casi opaco, bebés malformados, descomunales cementerios naturales de animales, eternos vertederos de residuos a cielo abierto, cauces de ríos emponzoñados por vertidos viscosos…

-Mi diagnóstico, señores, es que el planeta, tal como lo conocemos ahora, tiene una viabilidad para albergar vida humana no superior a… -D. Ramón hizo una de sus pausas para concentrar la atención de su auditorio- …a… a… veinte años.

Un murmullo recorrió la enorme sala. La mayoría de los presentes asentían convencidos de la veracidad de aquella profecía. Yo sabía que, viniendo de D. Ramón, aquellas conclusiones eran fruto de un concienzudo análisis de la evidencia científica.

-Pero ¿cómo es posible que hayamos llegado a una situación así, tan límite? –El que preguntaba era un ciudadano de aspecto árabe, vestido con una chilaba y tocado con un gorro árabe… es decir, un árabe.- Se nos ha ido diciendo durante todos estos años que los acuerdos de reducción de emisiones de CO2 y las medidas tomadas por los diferentes gobiernos iban surtiendo un efecto amortiguador sobre el cambio climático, que las industrias habían remediado los vertidos, que el llamado desarrollo sostenible iba a permitir resolver la disyuntiva entre crecimiento y preservación del medio ambiente …?

D. Ramón no contestó. Se limitó a esbozar una mueca que yo recordé al instante. La viva imagen de la amargura.

Los efectos del cambio horario sobre mi cerebro se disiparon definitivamente cuando apareció el siguiente orador. Rodriguito. Fue presentado por el moderador como representante de la mayor corporación energética mundial. Su intervención fue muy breve, algo torpe, al menos a mi me lo pareció. Aunque quizá mi aprecio por Saturno pudo influir un tanto… Lo cierto es que tardó mucho más tiempo en mencionar y presentar sus respetos a todas y cada una de las autoridades presentes, con sus respectivos tratamientos de cortesía, sus títulos, sus cargos… Aquello recordaba a los antiguos besamanos…

-Estoy autorizado a revelarles que la Corporación Energética Planetaria ha logrado, tras más de cinco décadas de investigación, la construcción de un reactor de fusión nuclear estable y viable desde el punto de vista físico y comercial. Con ello creemos que se abre una etapa del desarrollo humano donde por fin contaremos con una energía virtualmente infinita, no contaminante y barata. Muchas gracias.

Una ola de entusiasmo recorrió el extenso auditorio, hasta que se fue gestando una ovación que, in crescendo, arrolló, como un auténtico tsunami, al pobre Saturno. Azorado, tropezó y estuvo a punto de estampar sus perfectos dientes en la alfombra. Hasta en eso era un desgraciado, el pobre hombre…

El acto siguió con cierta agilidad, impropia de una asamblea que congregaba a centenares de personas y decenas de personajes. Y el siguiente en intervenir fue un colega mío, de esos que yo conocía tan solo a través de las revistas profesionales y a quien tan solo había visto en algún congreso. Un auténtico gurú.

Su anuncio fue también lacónico. Se ve que el estilo Rodriguito hacía furor.

-Señores, –éste no se detuvo en enjabonar a los personajes relevantes- humanos todos, el anuncio que les traigo es tan breve como relevante, tan esperado como determinante de futuro, tan histórico como previsto: Por fin hemos conseguido crear la tan buscada inteligencia artificial. A partir de la síntesis de los ordenadores cuánticos ultrarrápidos hemos dotado a estas máquinas de la propiedad capital: son capaces de deducir y aprender, y consecuentemente,  de decidir. Es decir, en sentido amplio, de pensar. Por fin existe sobre el planeta Tierra un digno competidor de la especie humana.

La ovación que se gestaba en ese preciso momento se congeló como el aliento en un día frío. La última frase del presidente de Apple-Soft Corporation nos heló la sangre a todos los presentes. De modo que Steve Gates II se retiró del estrado con más pena que gloria pese a su anuncio, seguramente el más trascendental de la historia de la tecnología, quizá solo eclipsado por el que acabábamos de escuchar solo instantes antes de labios de… bueno, de ya saben ustedes quien…

Tras varias horas de exposiciones y discusiones, de ponencias y presentaciones, la sesión concluyó dando paso a la constitución de un buen número de subcomisiones, que deberían abordar lo problemas más acuciantes del momento.

Mientras tomaba un café, negro, largo y cargado, me topé azarosamente con Rodriguito. Me pareció un tanto desubicado pese a ese momento de gloria que sin duda experimentaba, seguramente merecido.

-Enhorabuena Saturno. Has estado bien. Un poco verborreico –mi sentido del humor siempre le había irritado-. Viscoso pero sabroso, diría yo.

-¿No cambiarás nunca, verdad? Ahora te molesta que haya triunfado, lo sé.  Pues vas a tener que tragártelo, ¡chínchate capullo!

Aquello me divertía. A veces hasta los grandes popes experimentan una especie de regresión a la infancia, motivada por múltiples estímulos, de los que el éxito puede ser un buen ejemplo. Y confieso que aquello me estimulaba.

-Bueno, Saturno –el motecito le reconcomía- nada me alegra más que hayas triunfado y  que hayáis logrado tu y tus amigos la fusión fría. La pena es que lo hagáis ahora, en un momento en el que al planeta le quedan apenas unos años de  vida, cuando antes lo habéis envenenado a conciencia. Lamentablemente creo que no vais a poder celebrar demasiado vuestro éxito, al menos a esa fiesta no estará invitada la Humanidad.

Saturno me miró con esa mirada suya que tan bien conocía. Despectiva, fría y un tanto bobalicona. Eso me creció.

-Y ¿quieres que te diga una cosa más? –Su falta de respuesta era un acicate para mi- Pues… ¡caca, culo, pedo, pis!

Y me marché dejándole con la misma mirada con que las vacas observaban a los trenes, allá en la antigüedad, cuando aún había vacas que pastaban mirando pasar a los trenes.

Apenas unos minutos después el mismo señor gris que se presentó en mi casa me volvió a abordar.

-Caramba, ¿no le da el sueldo para cambiarse de traje?

Ni un esbozo de sonrisa. Ni una mueca amistosa. Ni una mínima expresión. Nada. Amimia absoluta. Mis ocurrencias no son siempre graciosas, lo reconozco… ni remotamente… si no me creen pregunten a Rodriguito…

-Por favor, acompáñeme. Le esperan en una reunión de carácter restringido.

-Confío en que no se celebre en un callejón oscuro y húmedo…

El tipo seguía sin mover un solo músculo facial. ¡Impresionante!

Le seguí un tanto preocupado, recreando en mi mente aquellas escenas de antiguas películas, en que sacaban a un callejón desierto al jugador tramposo y le ajustaban las cuentas un par de gorilas, sorprendentemente parecidos al hombretón que me escoltaba. Además, su pequeño auricular, nada disimulado, y un enorme bulto bajo su axila izquierda no colaboraban en mi tranquilidad, precisamente. Pero al instante mis temores se disiparon. Me introdujo en una sala amplia, de tenue  iluminación, que ya ocupaban apenas dos decenas de personas. Un hombre de cabello gris y sonrisa de anuncio de dentífrico salió a recibirme.  No hacía falta que se presentara.  El Presidente de los Estados Unidos de Euro-América no lo necesita. 

-Gracias por venir. -Comenzó diciéndome, como si hubiera tenido otras opciones- Esta reunión es restringida y confidencial, no hace falta que le ruegue discreción.

Avanzamos juntos hacia una amplia mesa ovalada, que ya ocupaban los demás asistentes. Me presentó el propio Presidente, calificándome como experto en lo que denominó Ética Artificial. Aquel concepto no lo había escuchado jamás, pero si el hombre más poderoso del mundo dice que soy experto en eso, yo tengo nada que objetar. Justo enfrente de mí se sentaba D. Ramón, que me sonrió cómplice. Sin apenas un instante de respiro dio comienzo la alocución del Presidente:

-Señores, esta pequeña reunión puede resultar capital para el futuro de la Humanidad. Como se nos ha dicho hace bien poco, la amenaza de la extinción se cierne sobre todos nosotros. Nuestro viejo planeta ya no resiste por más tiempo el exceso de población y la sobreexplotación. Y es necesario tomar drásticas medidas si queremos asegurar un futuro a nuestros descendientes. Hemos forzado además el anuncio conjunto de dos eventos que juzgamos capitales para nuestro devenir futuro: la obtención de la fusión fría y la inteligencia artificial.

El Presidente bebió un sorbo de agua, intencionadamente prolongado.

-Esta pequeña reunión cuenta con los cerebros más adecuados para elaborar un plan de salvación. Les aseguro amigos -ahora nos miró a todos, uno por uno- que no ha habido en la Historia personas con más responsabilidad que ustedes… que nosotros. Ruego a Dios que nos ayude a todos.

El Presidente desapareció discretamente por una puerta lateral y le sustituyó  un  hombre más joven, de esos que se perciben acostumbrados a organizar y ordenar.

-Señores, éste es el plan: se les pide que esta reunión se prolongue el tiempo necesario. Tendrán cuanto soliciten. Pero de esta sala ha de salir un plan concreto de actuación, aceptable por la Presidencia de los nuevos Estados Unidos y por la Secretaría General de ONU y presentable al resto de países englobados en el G-4. Dicho plan deberá de ser factible, asumible y, sobre todo, eficaz. El tiempo de las teorías ha pasado, señores. Nos enfrentamos con la realidad… y queda poco tiempo. Así que…  ¡A trabajar!

Yo seguía preguntándome qué demonios hacía en aquel lugar, entre  aquellos cerebros. D. Ramón se me acercó al momento. Me estrechó en un abrazo cálido y afectuoso. Y fue directamente al grano:

-Me gustó mucho tu libro. Creo que es muy sensato y que inaugura una nueva disciplina… ¿cómo la ha definido el Presidente?  Sí, Ética Artificial, sí. Bien, querido amigo, pues de eso nos va a hacer falta una buena dosis, en este momento.

Justo en aquel momento se nos acercó. Os aseguro que no le había visto hasta ese momento. Seguro que es mi cerebro, que rechaza lo deleznable, lo abyecto…

-¡Rodrigo Esclarecido! Qué alegría volver a verte. Teneros aquí a los dos, mis alumnos más brillantes. Me parece mentira… A veces la vida ofrece estas pequeñas compensaciones- D. Ramón nos abrazaba a los dos con emoción, con sincera alegría. Aunque la cara de Saturno no reflejaba el mismo sentimiento, desde luego. Ni la mía.

Mi sorpresa fue en aumento conforme se me acercaban los portadores de esos cerebros que había mencionado el Presidente. ¡Porque me felicitaban a mí! Y se congratulaban de conocerme. Resulta que un librito de apenas medio millar de ejemplares de tirada había sido leído por muchos de los asistentes a la reunión más exclusiva que se celebraba aquel día en la Galaxia. Y lo apreciaban sinceramente, al menos eso me dijeron, y no tenían porqué mentirme. A mi no. Confieso que aquello me reconcilió con la especie humana, volvía a creer en la inteligencia, así, en abstracto.

Enseguida nos vimos inmersos en la febril actividad de aquella comisión. Discusiones, propuestas, algunas aparentemente disparatadas, medidas desesperadas se sucedían en un macabro carrusel. La intervención de  Saturno no tuvo desperdicio:

-Amigos: 12.000 millones de personas se hacinan en un planeta cuyos recursos tan solo pueden sostener razonablemente a la cuarta parte. Lo acabamos de oír… nuestra fecha de caducidad se otea en el horizonte, a menos de 20 años de distancia. Y ahora surge una nueva forma de energía, lo que ha permitido históricamente elevar aun más la población terrestre. Señores, hemos de desandar parte del camino recorrido. Quizá lo que les voy a decir les suene a herejía, a culmen de lo políticamente incorrecto. Y seguramente lo es. Pero créanme si les digo que la introducción de los derechos humanos, los progresos sociales y médicos han supuesto una auténtica catástrofe para la Humanidad, considerada como colectivo. Claro que han sido  valiosos para los individuos, claro que han contribuido a mejorar nuestra dignidad como especie,  claro que hemos de estar orgullosos de esos logros. Pero no hemos sabido contrapesarlos adecuadamente. Y hemos priorizado individuo frente a especie. Y la naturaleza no nos lo va a perdonar. Esos códigos morales que hemos introducido a través de la civilización occidental son los que nos han impedido limitar severamente la natalidad, eliminar a los individuos defectuosos y evitar que transmitan sus taras a sus descendientes, permitir que exista una amplia capa poblacional de ancianos inservibles e improductivos, una auténtica rémora social. 

Los asistentes atendían concentrado, alguno de ellos asintiendo imperceptiblemente.

-Por primera vez en la historia de la Humanidad las clases pasivas superan a los que crean riqueza, trabajo y sostienen toda la pirámide poblacional. Hemos eliminado los depredadores, señores, como si hubiéramos permitido a todas las tortuguitas de D. Ramón sobrevivir y llegar a viejas, y no sólo a ese uno por cien que lo lograba. El resultado habría sido una extinción en cadena, de ellas y de sus inferiores en la escala biológica. Ahora, amigos, la Humanidad es como una colonia de bacterias que ha crecido tanto que ha acabado con los nutrientes de la placa de cultivo que la contiene. Y no le queda más que esperar el fin.

Saturno, o Rodriguito, ahora el señor Esclarecido, se detuvo casi en seco. Los asistentes contuvimos la respiración. Todos teníamos la seguridad de que no había acabado. Y me temo que así era.

-A menos… a menos, señores, amigos…

La pausa se hacía insoportablemente prolongada.

-A menos que reduzcamos la población de una manera drástica. Como el cirujano que ha de amputar un miembro para salvar al paciente de una muerte cierta.

En ese preciso instante, como en un ballet bien ensayado, se levantó Steve Gates II y se inició la proyección de un holograma tridimensional en el centro de la estancia. Tenuemente, Mozart flotaba en la habitación, impregnando con su Lacrimosa la atmósfera, sobrecogiendo aún más nuestras almas.

-En Apple-Sof Corporation llevamos tiempo adelantándonos a esta situación. De manera discreta, desde luego. Y hemos elaborado una compleja simulación informática con múltiples supuestos que no deja lugar a la mínima duda.  Nuestra conclusión es que la única alternativa viable para garantizar el futuro de la Humanidad es el reducir la población actual a la cantidad que garantice un renacimiento del planeta, permitiendo su recuperación y la pervivencia de nuestra especie. Y esa cantidad es de mil seiscientos  millones de personas. Como máximo. Exactamente la población  que habitaba la Tierra a principios del siglo XX.

Aquella cifra provocaba vértigo… por lo escasa. Representaba apenas el 13 por ciento de la población actual. En otras palabras, sobraban… o sobrábamos… 87 de cada 100 humanos. La conclusión de aquel razonamiento comenzaba a intuirse en el ambiente. Los asistentes se  removían incómodos en sus asientos, y Mozart elevaba el patetismo de su Réquiem, como  preparándonos para la gran solución. El que tomó la palabra, en esa gran representación, perfectamente afinada, fue la secretaria de Defensa de los Estados Unidos de Euro-América, la entidad multinacional que dominaba el Mundo desde hacía casi diez años. Era aquella una mujer realmente atractiva, incluso delicada, de cabello ondulado y brillante, que enmarcaba una sonrisa dulce y permanente y unos enormes ojos pardos, magnéticos y felinos. Su alocución fue breve, muy breve.

-Amigos todos. La Humanidad ha resuelto históricamente sus problemas de la misma manera. Con guerras. Y llegados a esta situación límite, nuestros análisis coinciden en que la única acción viable que garantice nuestro futuro como especie, más allá de consideraciones individualistas o absurdamente garantistas en este  momento, es una guerra de exterminio que elimine al 87% de la especie humana. Y eso es exactamente lo que le vamos a proponer a la Presidencia de la Unión Euro-Americana.

El moderador de la reunión hubo de sofocar una auténtica  batahola entre los asistentes y decretó media hora de descanso, con la esperanza de que las aguas volvieran a su cauce. Los asistentes nos precipitamos a la sala contigua, donde se servía café y bebidas energéticas.

Allí, las discusiones eran febriles, acaloradas. Yo me encontraba confuso, abrumado por la cascada de acontecimientos, perdido entre tanto notable llamado a decidir el futuro, nuestro futuro… Uno de los corrillos que se formó a mi lado estaba liderado por un hombre vehemente y persuasivo, un auténtico líder. No me costó reconocerle como el director de la nueva CIA.

-El procedimiento es realmente sencillo; bastará con extender un conflicto local de los muchos que siguen latentes en el globo: Oriente medio, el árabe-israelí, las guerras tribales africanas, el indo-paquistaní, la disputa entre ambas Coreas, los enfrentamientos entre Rusia y sus vecinos… internacionalizarlos será muy sencillo y actuarán como una auténtico reguero de pólvora que se extenderá a través del Mundo y obligará a todos los países a tomar parte en el conflicto en virtud de sus alianzas internacionales.

-¿Y los países neutrales? –La pregunta provenía de un anciano de aspecto distinguido, seguramente un hombre que aún creía que ciertos valores seguían vigentes en el mundo actual.

-Los países neutrales… -Una sonora carcajada fue la réplica del director de la CIA- Ese caso es aún más sencillo. Directamente se les borra de la faz de la Tierra.

Un poco más allá alguien comentaba algunos pormenores del operativo que, evidentemente, estaba ya avanzado:

-Vamos a preservar a todo lo significativo, lo valioso de la especie humana. Como en una película de hace muchos años en la que un meteorito amenazaba la Tierra, hemos preparado varias galerías subterráneas donde albergaremos a más de tres millones de “valiosos” con sus familias. Todos aquellos que se han distinguido por su aportación a la Humanidad tendrán un lugar en el nuevo mundo. Científicos, artistas, ingenieros, médicos, literatos, abogados, comunicadores, financieros… pero también seleccionaremos los oficios,  tan necesarios para relanzar  nuestra sociedad: jardineros, electricistas, plomeros, carpinteros…  todos tendrán cabida en nuestras arcas.

¿Arcas? -Preguntó uno de los oyentes de aquel hombre.

-Sí, les llamamos arcas porque, a semejanza de la de Noé, nuestras galerías también albergarán toda la diversidad animal y vegetal del planeta, algo que hemos de preservar de los estragos de la guerra nuclear total.

Yo me aparté de aquel lugar con el alma constreñida, convencido de que la decisión estaba tomada, de que aquella reunión no era sino una especie de coartada para envolver la gran decisión de los halcones en una piel de cordero, dotarla del aval de la comunidad de pensadores, de hombres de bien, poner un marchamo con efecto aliviador de conciencia.

 

5.

Cuando me alejaba un hombre serio y enjuto me abordó.

-Sólo le robaré un instante, pero por favor escúcheme.

Yo no contesté. Tan solo me paré y escuché lo que tenía que decirme aquel hombre.

-Represento a la Asociación Mundial de Inteligencia Artificial. Y se nos ha pedido, con carácter de urgencia, que elaboremos un plan para dotar a las nuevas máquinas inteligentes de un código ético, unas normas morales. Habrá un gran ordenador central que controlará todas las maquinas inteligentes; no queremos que cualquiera tenga en su casa un ordenador de quinientos euro-dólares capaz de tomar decisiones sin cortapisas.   Y queremos que usted participe en el “Proyecto Conciencia” Y como bien podrá entender –abriendo los brazos intentó abarcar cuanto nos rodeaba- corre prisa, mucha prisa.

Yo asentí sin pronunciar palabra.

Los siguientes días fueron de un trabajo extenuante. Jornadas eternas, reuniones maratonianas. El grupo de trabajo, constituido por más de treinta expertos, se discutía hasta el más insignificante de los detalles, a veces erigido en bandera de las diferentes facciones que inevitablemente se constituyen en cualquier grupo humano. Un día, tras más de diez estériles, me decidí. Alcé la voz reuniendo todo el poder de convicción del que fui capaz.

-Señores, señores, estamos enfangados en lo accesorio, mientras aun no hemos resuelto lo sustancial. Y eso no es más que la filosofía general de aquello que queremos hacer, casi nada. Muchos proyectos se arruinan por falta de ese objetivo claro, así de sencillo. De modo que yo  voy a expresarlo como si lo hiciera a niños de 12 años. Seguro que todos lo entendemos y quizás la simplicidad nos impulse a su consecución.

Inesperadamente, el silencio se adueñó de mi auditorio, que se concentró en mí. Hace mucho tiempo leí que todo el mundo tiene sus veinte minutos de gloria a lo largo de su vida. Yo sentí que habían llegado para mí. 

-Hace muchos años un famoso escritor llamado Isaac Asimov plasmó lo que llamó “Las tres leyes de la robótica” Son un código sorprendentemente sencillo y escueto, claro, completo: ¡genial! Todos ustedes las conocen, pero permítanme que se las recuerde.  

Primera ley: Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.

Segunda ley: Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto si estas órdenes entran en conflicto con la Primera Ley.

Tercera Ley: Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.

La pregunta es, ni más ni menos, si este tricálogo –a veces yo me invento palabras- sigue vigente en el ecuador del siglo XXI y si es suficiente como esa especie de constitución cibernética que estamos intentando elaborar.

El silencio seguía siendo denso, pesado. La expectación se mantenía en mis palabras, en mi razonamiento, aguardando la conclusión. Mis minutos de gloria se consumían entre argumentos y deducciones. Nada me complacería más.

-Y la respuestas señores, amigos, es si y no.  Esas tres leyes pueden ser suficiente como constitución cibernética, a condición de que modifiquemos un detalle, aparentemente nimio, pero de extraordinaria relevancia. Donde Asimov dice “ser humano” nosotros hemos de decir “especie humana”.  Porque hoy debe ser la especie, y no el individuo, el objeto a proteger por la emergente inteligencia artificial.

Ni un aplauso, ni un vítore. Silencio absoluto, concentración extrema. Mis veinte gloriosos minutos se habían consumido y no parecían muy exitosos. Aunque, para mi, el hecho que aquellos cerebros siguieran procesando mis propuestas era el mayor de los premios.

 

6.

Pasaron varias semanas hasta que recibí la llamada de D. Ramón.  Nos reunimos en un café, antiguo y oscuro, en el que me reencontré con la añorada música de uno de mis iconos, casi ya olvidados, Van Morrison. Sus paredes estaban atestadas de pósters de sus discos, fotografías de sus conciertos, retratos autografiados, junto con pequeñas urnas de cristal que custodiaban objetos al parecer que le pertenecieron en algún momento. En aquel momento sonaba “Bright Side Of The Road”, lo que me hacía difícil mantener a mis manos quietas. D. Ramón seguía siendo ese hombre afable y cariñoso, aunque su cara mostraba una dosis de amargura preocupantemente creciente. Eso sí, su chaqueta de coderas era idéntica a la que le recordaba desde hacía treinta años. Me saludó con calor y nos sentamos a tomar un te, charlando de cosas intrascendentes, como temiendo los dos entrar en el tema de nuestro encuentro. Pero a los pocos minutos llegó. Si me hubieran disparado en una rodilla me hubiera dolido menos. Allí estaba, el muy capullo, con su aire de prepotente enterado, vestido pretenciosamente, como pretencioso son sus modales y su personalidad. Saludó a D. Ramón con un medio abrazo, algo distante me pareció, y a mi me despachó con un escueto “hola” dejándome con la mano educadamente extendida.

-Yo también me alegro de verte, Saturno. Aunque constato que el tiempo va atrofiando tu cortesía, ya congénitamente deficitaria.         

Me devolvió una de sus miradas vacunas, con la que me sentí hondamente recompensado.

-Chicos, chicos, dejemos pasadas rivalidades. –D. Ramón intentaba contemporizar- Sois mis mejores alumnos, los más inteligentes y los que más lejos habéis llegado…

Saturno me miró entonces con una mueca, agradable como todo él, que era la traducción gestual a algo así como “¿Éste mindundi? Querrá decir que YO he llegado muy lejos, porque éste no es más que un ingenierucho iluso y completamente prescindible” Y es que yo a veces soy muy intuitivo. D. Ramón continuaba:

-Os he llamado para contaros algo muy importante, en lo que habéis participado y que creo que debéis conocer. Y he de pediros máxima discreción, el asunto la merece, como veréis.

Los dos cesamos en nuestras cuitas y nos concentramos en las palabras de D. Ramón.

-Como sabéis, soy asesor científico de Naciones Unidas. Y por eso he pasado a formar parte de un gabinete de crisis creado por la Presidencia para gestionar  la grave situación por la que atravesamos. ¿He dicho grave? Desesperada, realmente, aunque eso ya lo sabéis los dos. Hemos estado trabajando las últimas semanas para hallar la solución de nuestros problemas. Ni más ni menos que evitar la extinción de la especie humana. La hora de las decisiones difíciles ha llegado.

Yo sabía bien a qué se refería D. Ramón. Había visto a los halcones afilando sus espadas. Y eso aun me helaba la sangre.

-Recientemente le presentamos al Presidente una propuesta. –La cara de D. Ramón ensombreció- La guerra nuclear total.  El… -dudaba qué palabra escoger- exterminio del 87% de la población actual, hasta dejar solamente a unos 1.600 millones de personas. Una aberración… lamentablemente necesaria.  La perspectiva es aterradora, pero, creedme, no existe otra, o al menos no hemos sabido encontrarla.

Ahora Saturno y yo nos miramos con otro gesto. Quizá, ante situaciones como la que vivíamos, las rencillas personales pasan a segundo plano… aunque sean tan antiguas y tan profundas como las nuestras.

-Pero el Presidente acaba de dimitir. Se ha negado a firmar esas órdenes. En palabras suyas, no quiere pasar a la Historia como el autor del mayor holocausto jamás concebido. Y no se lo reprocho.

Los dos asentimos. Bueno, yo asentí, él… no estoy tan seguro.

-De modo que nos encontramos en una nueva disyuntiva…

-Los escrúpulos morales de los humanos les impiden tomar la decisión de salvar a su propia especie. Un bonito círculo vicioso de inacción y seguro fracaso. –Rodriguito interrumpió el razonamiento de nuestro profesor con su propia reflexión en voz alta.  

-También a mi me extraña, Saturno. Yo, cada mañana extermino a tres o cuatrocientos tullidos. Si no lo hago, parece que me falte algo…

Rodriguito me dedicó una de sus miradas gélidas, tan bobalicona, tan halagadora…

-Chicos, no empecéis otra vez. Esto es muy serio. –D. Ramón volvía, por un momento, a ser aquel profesor de dos muchachos díscolos de doce años.- La decisión ha de ser tomada, de cualquier manera, con  nuestro acuerdo o sin él.

Comprendí al instante el sentido de las palabras de D. Ramón. Saturno aún se estaba relamiendo con la perspectiva de los cadáveres reventados atestando las calles. Ahora mi profesor me hablaba a mí.

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