LA MALDICIÓN DE COCA - Irene Bordín, de Palma de Mallorca.

La vieja Tonina subía y bajaba de la antesala a los dormitorios y de los dormitorios a los salones. Después de recorrer las estancias, atravesaba los múltiples vericuetos que conformaban los pasillos y llegaba a la coladuría, así comprobaba si el personal de servicio cumplía con sus obligaciones. Sus pasos menudos y silenciosos iban descubriendo la desidia y sobresaltaban a los más incautos.

Las noches comenzaban a alargarse. El frío se colaba en los huesos y los atenazaba sin piedad. Tonina mantenía aún las piernas fuertes, pero ese día se sentía terriblemente cansada. No se atrevía a sentarse. Se mantuvo de pie apoyándose en uno de los sillones frailunos del recibidor, grande como un salón. Pensaba en su edad; no la sabía con exactitud, su madre nunca se lo dijo y ella nunca lo preguntó. Empezó a trabajar a los once años como ayudante de la niñera de doña Soledad. Había compartido con ella los juegos de la niñez; asistió a su enlace a los veinte años con don Rafael; vio morir a la madre, doña Antonia y a don Rafael, el marido, y, ya ancianas, se apoyaban la una en la otra, cómplices y partícipes de toda una vida.    

Recordaba cuánto le gustaba de adolescente andar por la zona de los asadores y observar las lechonas curruscadas al sacarlas del horno; o ver los tajos repetidos que hacía la cocinera en la col y en las espinacas, y echarlas en la cazuela de barro donde se sofreían las cebolletas, los tomates, los ajos y el perejil antes de escaldar les sopes. Y  contemplar a los maestros confiteros. Pasaba horas absorta en el líquido brillante del chocolate fundente, y se le hacía la boca agua entre los bizcochos embetunados de merengue y de trufa. Luego, accedía a la tienda por la puerta trasera para mirar a hurtadillas los dulces envueltos en el papel de seda blanco y las cintas de colores que lo sujetaban. 

Al hacerse mayor, doña Antonia dispuso que entrase en la cocina como pinche. A los treinta, era una cocinera consumada. Sus fogones eran más que un laboratorio. Lo llamaba su taller; experimentaba los diferentes sabores de la isla y de la península, a los que sumaba las recetas que la señora le traía del país francés después de alguno de sus viajes a París. Juntaba unos aromas o deshacía y mezclaba otros; así logró unos platos originales y exclusivos, su fama se extendió por la ciudad. Las familias más conocidas se vanagloriaban de sentarse a la mesa de doña Soledad y don Rafael que mimaban su intenso círculo social, y por ello tenían mandado que siempre se colocaran varios cubiertos para los eventuales invitados. Tonina se mostraba orgullosa, se esmeraba en sus creaciones, cuya exquisitez jamás desmereció la popularidad de la pastelería. En estos menesteres pasó el tiempo, y cuando el pulso le falló, doña Soledad la nombró ama de llaves.

Su belleza se marchitó en  el desempeño de los deberes y en la fidelidad a la señora. En sus visitas esporádicas al pueblo nunca le faltaron pretendientes. Ella los desechaba, le parecían demasiado toscos comparándolos con los modales finos de los habitantes de Palma. Tampoco aquí tuvo suerte, apenas salía; los únicos hombres que la admiraban eran los amigos de los dueños. Mientras fue joven, la casa se llenaba de visitantes que la solicitaban o la requerían de amores; aunque bien sabía ella que sólo buscaban satisfacer su lascivia y les respondía, despectiva: "Deixa'm tranquil·la".

Llegó un momento en que sus hermosos ojos verdes se  apagaron, la mata de pelo negro encaneció y las formas redondas de su cuerpo se volvieron secas y planas. Lo único que le quedaba era el aprecio de doña Soledad. Muchas veces la llamaba a su cuarto de costura y charlaban de la juventud pasada. Un día le confió un gran secreto, el cual se transmitía sólo entre la familia: se trataba de un hecho espantoso que ocurrió en la ciudad hacía varios siglos. Hubo un antepasado que tuvo que enfrentarse al mal y, como san Jorge, lo venció con la espada. Desde entonces, a ellos les correspondía conservar la tranquilidad de los hogares. No debía decírselo a nadie, y eso prometió. 

Tonina no podía apartar de la imaginación la escena que le acaeció a los escasos meses de estrenar su puesto de ama de llaves: Alguien llamaba a la aldaba con golpes largos y pausados que resonaban con el eco del dolor, como ayes de alma en pena. Al abrir, una figura, cubierta de los pies a la cabeza con un manto negro, se dirigió a ella y le pidió que le entregara al monstruo. Tonina adivinó, tras el velo, las facciones de una bruja como las que las gentes contaban que se escondían en las cuevas de los montes y se acercaban a la ciudad para causar estropicios. Se quedó unos instantes sin habla, sin obedecerle la lengua, ni la voz. Después reaccionó, y gritó fuerte, cuanto le permitió su garganta. Acudieron el mayordomo y la doncella, Joan y Margalida, y echaron a la intrusa arrastrándola hasta la calzada. Aún veía su mirada furiosa antes de salir, y sus palabras formulando la maldición:

 “Digo que esta casa se verá envuelta en una tragedia y sus moradores se arrepentirán de haber albergado a la bestia”.

Cuando lograron reanimarla y convencerla de que el susto había pasado, quisieron saber los pormenores del incidente. Tonina le quitó importancia.

 “Una loca” –dijo-, “hoy día se pasean demasiados perturbados, no hay que hacer caso”.

Y en cuanto pudo habló con doña Soledad y se lo contó todo.

“Tendremos que tomar una determinación, no debemos permitir que corran los chismes, pueden causarnos más daño que si lo callamos. Ya debemos estar en boca de todos, y si dicen que nos ha caído un maleficio, nadie más se acercará a comprar nuestros dulces”.

  Después de mucho cavilar, llegó la idea. Se le ocurrió a don Rafael.

“¿No quieren emociones fuertes?, pues las tendrán. Aprovechando que es Navidad convertiremos nuestra casa en un circo, como si nos adelantáramos a la Feria del Ramo.”

Encargaron al herrero la fabricación de gruesas cadenas y de una polea. Se clavó en el techo del patio el gancho que sostendría el engranaje del artefacto; sacaron al animal de su escondite, y lo colgaron. Durante una semana las puertas del zaguán permanecieron abiertas. Todo el que pasaba por delante, se paraba, asombrado, ante la espeluznante visión, y se horrorizaba, y lo contaba a sus vecinos, y estos acudían con curiosidad a contemplar la terrorífica imagen. Niños y adultos, en procesión, se acercaban para averiguar si era cierto que su cola medía dos metros y que la  lengua era tan larga que se enrollaba como un caracol. El dragón se tambaleaba de un lado a otro, giraba, y el pánico se apoderaba de los espectadores. El efecto del miedo producía una   atracción irrefrenable; de la misma forma que un elástico se estira y, al soltarlo, retrocede al punto de partida, la gente cerraba los ojos y volvía a mirar; nadie podía escapar al morbo de aquella escena. En la fábrica, los maestros confiteros no descansaban; la tienda se llenaba de clientes. La novedad de aquel año fueron los pequeños dragones de azúcar y mazapán. Por las calles corrían coplas:

 

 Tanta en duia que plorava

 es vespre que me’n anava

 a davant ca‘n Rosselló,

 per veure fermat pes cos,

 penjat com una miloca,

 un animalot molt  gros,

 que es deia es drac de na Coca.

 Amb un barram d’aquí a allà,

 i una llengua serpentina.

 Quina por que’ hem fa, padrina!

 Quina por que’ hem fa!

 

Las ventas se multiplicaron y las amistades aumentaron. La familia le había ganado la partida a la hechicera. A partir de entonces se repetiría este protocolo año tras año.

Había transcurrido una década desde la presentación de la bruja. Tonina volvía a sentir una angustia turbadora, sólo deseaba que acabaran las fiestas para sepultarlo doce meses más y olvidarse de él. Otra vez se aproximaban las navidades, otra vez debía pasar por la misma amargura y rememorar esa imagen negra que tanto la inquietaba y escuchar en su mente las palabras que la torturaban sin cesar.

Se incorporó, las piernas le temblaban. Se acercó a los talleres: veía a los pasteleros elaborar, incesantes, los turrones y otras golosinas, y a los criados cargar las pesadas cajas desde el desván al patio señorial. Regresó al zaguán y observó los trajines de unos y otros a través de uno de los ventanales: Por el suelo se hallaban esparcidos los eslabones, preparados para encajarlos en el garfio que sostendría la rueda; el caimán yacía en su escondite. Los mendigos acudían pidiendo comida o el aguinaldo. Doña Soledad había ordenado que se socorriera a todos. A Tonina no le gustaba abrir la puerta a desconocidos, presentía que el día fatídico llegaría. Y llegó.

La reconoció en los aldabonazos, lánguidos como quejidos; intentó sobreponer su desasosiego, descorrió el cerrojo despacio y el esperpento entró. Llevaba la cara destapada, sus arrugas formaban surcos, como dunas de color aceituna; los ojos grises, hundidos, la miraron acechando, igual que un gato. 

 

“¿Qué quieres?

“Lo sabes, he venido a buscar a la bestia”.

“No sé nada, es propiedad de doña Soledad desde tiempos inmemoriales. Sus mayores la han conservado y no va a desprenderse de ella. Es su mascota”.

“No te lo han contado todo. Hay algo que no conoces, acompáñame y te lo diré”.

Tonina dudó, le invadía la curiosidad, no podía abandonar la casa, ¿qué hacer? La desconocida le interpeló:

“Sólo necesito un lugar tranquilo. No te entretendré demasiado”.

Había un cuarto que no se utilizaba, cerca de su dormitorio. Tonina la hizo pasar. Luego cerró con llave y dijo:

“Habla, y que sea rápido”.

La mujer, con voz metálica, estalló: 

 

“El dragón me pertenece. Supongo que la señora te diría que el capitán Coch, su antepasado, fue el héroe que lo mató, allá por 1776, pero no es cierto. En esa época no podía estar vivo. Él lo robó. Yo vengo de una estirpe de brujos, y sé que uno de los míos lo introdujo en Palma a finales del mil quinientos. Llegó con unos corsarios procedentes de Argelia siendo cachorro. Vivió casi cien años, hasta el s. XVII, en una alcantarilla cerca de la puerta de la muralla que comunica con la catedral. Una de mis tatarabuelas lo soltaba al ponerse el sol para que se alimentara de niños de cuna; con la sangre hacía sus pócimas. Murió de puro viejo; su nieta, otra de mis tatarabuelas, lo embalsamó, y como necesitaba la sangre fresca, lo paseaba por la ciudad en las noches oscuras, atado de una soga. Los hombres más forzudos se apostaban para matarlo, sin darse cuenta de que sin luz y, en su rabia, se daban muerte entre ellos. El capitán Coch era valiente; quería enamorar a una hermosa doncella rubia y blanca: realizaría una hazaña digna de ella, hundiría su lanza en el entrecejo y se lo entregaría a la amada. Cada día, al atardecer, lo esperaba; hasta que lo vio llegar, con su larga cola cubierta de escamas, sus mandíbulas abiertas como una gruta sin fondo, y su lengua acaracolada. Con un grito ronco se abalanzó hacia el monstruo y le clavó la espada, no sabía que ya no vivía. El capitán se lo entregó a la dama, era su trofeo, el drac de na Coca, le dijo. Desde entonces los sucesores de Coch lo custodian. Mi tatarabuela huyó, maldijo a los vástagos de su rama, y predijo que ningún descendiente suyo viviría en paz hasta que se nos devolviera a la bestia”.

Cuando terminó su relato, Tonina apenas podía respirar del terror que le causó la descripción detallada de la arpía. La miró con pavor; luego, la obligó a desocupar la habitación, y la echó a la calle.

“La próxima vez, avisaré a los señores. ¡Vete para siempre!” –y cerró con un portazo. 

La figura parecía más alta y más negra. Enseñó sus dientes rotos y dijo:

“Que caiga el conjuro sobre cualquiera de los que viven en esta casa” –después salió precipitadamente.

 

Terminaron las navidades, Tonina no le contó lo sucedido a doña Soledad, no deseaba molestarla con sus inquietudes, y pronto olvidó el percance. Al cabo de tres meses los quehaceres discurrían con la normalidad acostumbrada, menos los suyos; le agotaba subir y bajar las escaleras, le iban faltando las fuerzas y la entereza de espíritu. Doña Soledad se empeñó en buscar a una persona que le ayudara en el menester  penoso del desplazamiento, y contrató a una payesita joven. Venía de Selva, no conocía la ciudad. Todo le deslumbraba: las calles con sus carruajes, los escaparates y los lujosos vestidos de las señoras. En la casa, al principio, se perdía. Tonina le advirtió.

“Haz tu trabajo, y no toques nada. Si necesitas saber algo me lo dices”.

Y ella andaba de un lado para otro, admirando los muebles, las vajillas, los cuadros y los adornos. Varias veces se detenía ante el larguísimo arcón, al fondo del salón azul. Era hermoso, con las patas de caoba en forma de león y todo el borde con grabados arabescos. “¿Qué habrá aquí dentro?”, se preguntaba, y enseguida continuaba hacia otro lado, obedeciendo las órdenes de Tonina.

Ese día había hecho mucho calor; mediaba el mes de mayo y por la noche el cielo empezó a temblar. Caían los rayos en la torre de Santa Eulalia; el estruendo de los truenos hacía estremecer a la doncellita. Salió de su habitación y corrió por los pasadizos en busca de Tonina o de algún criado. En la oscuridad no se dio cuenta de que había entrado en una de las salas; la atravesó a tientas, tropezó con un artefacto grande y pesado, puso las manos encima para no caer. Un relámpago iluminó todo el aposento y se posó sobre la tapa que se izó de golpe. Los ojos llameantes se le clavaron desde el fondo del cajón, de las fauces entre abiertas asomaban unos dientes afilados y puntiagudos, la lengua roja, se enroscaba como una serpiente. La muchacha abrió la boca para gritar, pero el espanto entró en su garganta, recorrió su sangre y el corazón se le heló. Su cuerpo cayó inerte encima del dragón. El ruido despertó a los criados. La primera en acudir fue Tonina, que desgarró un alarido aterrador:

“¡Está muerta, la maldición se ha cumplido!”

 

El hecho causó gran revuelo en la ciudad. Se dijo que la mansión de doña Soledad sufría un hechizo, nadie se atrevía a acercarse a ella. Cerraron la fábrica de confites y dulces. Tonina, postrada en la cama, apenas articulaba palabra, acongojada en su depresión. Durante los meses siguientes, el caos y la tristeza llenaban el espíritu de los habitantes de la casa. Doña Soledad tomó la resolución de deshacerse de la bestia, ¿pero quién querría cargar con ella? Y llamó al obispo. Este, después de realizar un exorcismo por las paredes y rincones, se llevó al caimán y lo guardó en sitio sagrado para que no volviera a hacer más daño.     

Desde entonces, se dice que, cuando no hay luna, va errando por las calles una silueta negra y encorvada; se dice también que se retuerce por las alcantarillas cercanas a la muralla, y que, al despuntar el día, quedan marcados los arañazos de sus largas uñas  en el marés de los muros que la rodean.

 

IRENE BORDÍN, PALMA DE MALLORCA

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