Profunda oscuridad, de Juan Trenado García - Madrid.

 

 

La tarde era soleada, y el cálido viento vespertino acariciaba las infantiles caras de los dos niños mientras jugaban alegremente por la arena del parque. Emma, con gesto de preocupación, observaba cómo el luminoso astro rey descendía suave y delicadamente, cambiando su tonalidad hacia colores cada vez más anaranjados.

Las calles estaban desiertas, como si hubiera ocurrido algún cataclismo cósmico y solo quedaran ellos sobre la tierra.  Los edificios estaban destruidos, ruinosos, igual que una ciudad en guerra tras un bombardeo enemigo.

Emma apenas prestaba atención a sus hermanos, sino únicamente a la puesta de sol, pero no como alguien que la contempla maravillada por su hermosura y su calidez, sino más bien todo lo contrario, con pavor y angustia de que se marchasen los últimos rayos, y con ellos, llegara la profunda oscuridad.

De repente, como un resorte, Emma saltó del respaldo del banco en el que se encontraba sentada y corrió hacia los niños como alma que lleva el diablo, entre gritos de ¡Vamos! Es hora de volver a casa. ¡Dejad ya los juegos!

Tú no eres mamá –dijo el pequeño Caleb. Tú no mandas en mí.

Queremos jugar un rato más –dijo su hermana Camino.

¡Basta! A casa he dicho y no hay más que hablar –ordenó Emma.

Los niños, a regañadientes, obedecieron a su hermana y comenzaron a arrastrar los pies hacia donde ella se encontraba. Emma les cogió las manos con firmeza, como grilletes que se aferraban a sus delicados brazos, y tiró de ellos para que caminasen con más premura.

El sol iba desapareciendo a espaldas de los grises edificios y al otro extremo del horizonte, el firmamento mostraba ya su color azul marino ganando la batalla al azul claro que aún lucía en el Oeste.

Sus sombras eran finas y alargadas mientras se acercaban al edificio donde vivían.  Ya apenas se podía sentir vida allí. No debían quedar muchos vecinos en el bloque, algunos habían muerto, desaparecido, o simplemente huido a otro lugar.  Emma les apremió para que aligeraran el paso y subieran cuanto antes a lugar seguro. Lo cierto era que ya no existía lugar seguro en toda la Tierra.  Todo lugar, por firme y resistente que pareciera era susceptible de ser atacado y destruido junto con sus ocupantes.

Ya en la casa, la mayor de las hermanas preparó sándwiches para los tres, bajó persianas, cerró ventanas y apagó cada luz de la casa.  Luego, como cada noche de las últimas semanas, se habían encerrado juntos en la habitación de sus padres y acostado en la enorme cama para que no tuvieran que separarse los unos de los otros ni un segundo.

La estancia estaba totalmente a oscuras, quedando quebrada la negrura por los pálidos hilos de la luz de la luna que se filtraban temblorosos a través de unas pocas ranuras que permanecían abiertas en la persiana.  El silencio ejercía su dominio tanto en el interior como en el exterior de la casa.  Ya nadie hablaba cuando caía el sol. No se encendían las luces. Nadie se movía.

Emma llevaba ya días sin poder conciliar un sueño profundo.  Apenas daba alguna cabezada cuando el cansancio hacía mella en su joven y delicado cuerpo. Sus padres, antes de marcharse aquella fresca mañana le habían explicado con detalle todo lo que tenía que hacer.  Le ordenaron que no saliera ninguno de casa, que no abrieran a nadie. Que, sobre todo, por las noches no encendieran ninguna luz.  Que no emitieran sonido más alto que un susurro, y que no se preocupara, que volverían pronto. De esto hacía ya tres semanas y aún no tenía noticias de ellos.

Con solo quince años se había convertido en la cabeza de familia.  Debía ocuparse de proteger y cuidar a Caleb y Camino por encima de todas las cosas.  Era demasiada responsabilidad. Al fin y al cabo, los tres eran unos niños, y ahora ella debía comportarse como una madre, cuando lo único que le apetecía era romper a llorar desconsolada, pensando en dónde estarían sus padres y en qué iba a ser de ellos ahora.

Los tres niños permanecían tumbados en la cama, aunque ninguno de los tres conseguía dormir, Emma por sus preocupaciones, y los más pequeños por sus juegos, ajenos a la dura situación en la que estaban sumidos, no solo ellos, sino el planeta entero.

¿Qué hora es? –susurró la voz aguda de Caleb.

¡Hora de que te calles y te duermas! –Respondió Emma con fingido enfado en su tono de voz.

Caleb solo tenía seis años y era el menor de los tres hermanos. Era un niño alegre, siempre sonreía y pocas cosas le hacían fruncir el ceño. Era delgado y con el pelo peinado de punta, lo que le daba un aspecto peculiar, como un pequeño cable pelado.

¿Queda mucho para que amanezca? –Surgió ahora la voz de Camino, que con diez años luchaba a medio camino entre la niña y la adolescente.

¿Tú que haces también despierta? –la regañó Emma.

Es que no paráis de hablar. Así no hay quien duerma.

Se escuchaba de fondo la risa contenida del menor de los hermanos por la respuesta de Camino.

¿Cuándo van a venir papá y mamá, Emma? –preguntó Caleb, sintiéndose más cómodo después de la interrupción de Camino.

Muy pronto –respondió ella suavizando su tono y acariciándole el pelo. Seguramente mañana o pasado estarán aquí.

¿Y donde han ido? –Siguió interrogando el niño, incapaz de saciar su curiosidad.

Fueron a buscar comida y ayuda. Han ido a buscar a los abuelos y a los tíos, para que podamos estar todos juntos.

¿Y por qué no han vuelto ya? ¿Están muy lejos?

Emma también se hacía la misma pregunta, ¿por qué aún no habían regresado?  Ya habían pasado muchos días y temía que ya nunca regresaran.  Tal vez se habían encontrado con las criaturas o visto envueltos en alguna revuelta callejera.  El caso es que no sabía si estarían bien o no, pero tenía que seguir fingiéndose fuerte delante de sus hermanos.

Sí –respondió finalmente Emma con los ojos vidriosos-, eso es. Seguramente después de recoger a los tíos, han ido a buscar una nueva casa, porque aquí no vamos a caber todos, ¿no crees?

Yo puedo seguir durmiendo con vosotras, así habrá más sitio.

Pues yo prefiero que duermas en tu cama, enano, porque siempre me pegas patadas cuando duermes – le increpó Camino, a la que le gustaba estar siempre pinchando a su hermano.

Bueno, seguro que en la próxima casa, tendremos una habitación para cada uno, y si quieres, podrás dormir todas las noches conmigo, Caleb.

El pequeño sonrió complacido, y después sacó la lengua a su hermana Camino como gesto de victoria.  Luego siguieron conversando durante un rato, entre susurros, hasta que en el exterior se hizo noche cerrada.

Pues a dormir todos –la hermana mayor dio así por terminada la conversación-, que todavía quedan muchas horas hasta que salga el sol.

Durante un rato, volvió el silencio sepulcral y ominoso, tenso como los últimos instantes antes de una ejecución. Toda la vida que antes tenían las ciudades había desaparecido.  Nadie osaba salir a la calle una vez que el sol se había puesto.  El mundo ya no era ni una sombra de lo que un día llegó a ser.  No hacía mucho tiempo, ver la Tierra desde el espacio en su cara nocturna era un espectáculo precioso.  Las luces iluminadas de las ciudades eran como el torrente sanguíneo de un ser vivo, y le otorgaban al planeta una sensación de ser un ente en si mismo, con vida propia, con movimiento, con respiración.  Ahora la tierra era oscura y sombría.  Era un cadáver flotando en la inmensidad del espacio, como una hoja otoñal caída a las aguas de un misterioso río, como un barco a punto de hundirse en mitad del océano, como una inerte roca en mitad de un museo.  No quedaba ni una sola luz en todo el planeta. Todo el mundo era consciente del peligro que conllevaba encender una simple bombilla, daba igual en una casa, que los faros de un vehículo o incluso un mechero para encenderse un cigarrillo.  Lo más probable es que fuera lo último que esa persona hiciera en su vida.

En su duermevela, Emma soñó con imágenes de una playa desierta.  Un día de mucho sol, un mar de aguas claras y una playa de arena fina y blanquecina que le quemaba los pies.  Todo estaba en silencio salvo el rítmico rugir de las olas rompiendo.  De pronto tenía una toalla sobre el hombro, la estiraba sobre la arena y se tumbaba a tomar el sol. En su interior sabía que tenía algo importante que hacer, pero se negaba a aceptarlo y simplemente quería descansar mientras contemplaba el cielo azul sin preocuparse por nada.  De pronto el día empezó a oscurecerse, y escuchó un grito, un chillido que venía de algún lugar tras las nubes y que había oído en muchas ocasiones en los últimos meses.  Se despertó sobresaltada, con la frente sudorosa y la boca tan seca que parecía que su lengua estuviera hecha de cartón.  Miró a ambos lados y entre la penumbra vislumbró a sus hermanos durmiendo plácidamente, los dos muy pegados a ella en la cama.

Durante toda la noche, Emma fue alternando periodos de sueño con periodos de vigilia y así transcurrieron las siguientes horas, en una tensa calma.  Poco tiempo después se despertó.  Abrió los ojos y enseguida se acostumbró a la ausencia de luz. Cuidadosamente para no despertar a sus hermanos se incorporó de la cama y se acercó descalza hacia la ventana.  Agudizó su oído para tratar de escuchar algo, tal vez a alguna persona en el exterior, o quizás a alguno de esos monstruos volando por las cercanías de la casa, pero no oyó nada.  Con el ojo guiñado, se pegó lo más que pudo a la persiana para intentar ver algo de la calle, pero siempre veía lo mismo, la profunda negrura de la noche, la sensación de vacío, de abandono.

Recordaba que siempre, desde pequeña, le había encantado viajar de noche.  Sus padres tenían costumbre de realizar trayectos largos saliendo durante la noche o la madrugada, y a ella le volvía loca. Estaba enamorada de las luces de la ciudad, ese brillo magnético le hipnotizaba, se sentía en calma, como quien forma parte de un sueño, atrapada en una telaraña de luces amarillas, blancas, rojas.  Transportada a un mundo mágico donde todo era paz y tranquilidad.  Ahora la oscuridad le provocaba justo el efecto contrario. Terror, desconfianza, intranquilidad, sobre todo una sensación continua de peligro que solo desaparecía con los primeros rayos del alba.

Con tanta oscuridad era difícil ver incluso los edificios que les rodeaban, ni las calles, ni los coches, tan solo algunas sombras, siluetas recortadas a la luz de la luna.  Miró hacia el hermoso astro y se mantuvo observándolo unos minutos, hasta que le pareció que una sombra, veloz como el rayo, cruzó a unos metros por delante de su ventana.  Un escalofrío recorrió su espalda.  No había conseguido verlo, pero sin duda lo había sentido, un monstruo enorme, unas alas oscuras impulsándose en el aire, un demonio surgido del mismísimo infierno.  Emma se vio dominada por una sensación de miedo como nunca antes había sentido.  Regresó lentamente sobre sus pasos y se metió de nuevo en la cama, donde ya no podía dormir, tan solo pensar en la sombra y en sus hermanos.  Con ese sentimiento de angustia pasó el siguiente periodo de la noche, hasta que Caleb se despertó y la arrancó de sus pensamientos.

Tengo que ira a hacer pis –dijo Caleb con voz tímida.

¿No te dije que fueras antes? –le espetó Emma en tono de reprobación.

¡Pero tengo que ir!

Está bien, ve.

El pequeño salió de la cama y se dirigió al cuarto de baño dando saltitos con los pies descalzos sobre el frío suelo de cerámica.  Sin darse cuenta pulsó el interruptor de la luz durante un breve instante, tan efímero como un parpadeo, y volvió a apagar la luz y a retroceder lentamente hacia la cama.  Emma se quedó sentada sobre el colchón inmóvil como una estatua de hielo.  Primero pensó que no, que no había ocurrido.  Después intentó engañarse a sí misma pensando que no se habrían dado cuenta, que tan solo había sido un segundo, y al final, cerró los ojos y su mente y su cuerpo asumieron el peligro al que se enfrentaban.

¡Rápido! –gritó Emma. Escondeos debajo de la cama y haced todo lo que os he enseñado. Tapaos los oídos, cerrad los ojos y no hagáis ni un ruido. Pase lo que pase no habléis, no os mováis y por lo que más queráis, no abráis los ojos.

Los tres niños se ocultaron bajo la cama con miedo incluso a respirar demasiado fuerte. La quietud era asfixiante, era la calma que precedía a la tormenta.  El silencio, tan espeso como una niebla invernal en un valle, se hacía presente en cada centímetro de la casa.  Los segundos caminaban lentamente, infringiendo las leyes de la física, deteniéndose, intentando sostenerse para evitar pasar al siguiente, y al siguiente, y al siguiente, y así evitar el fatal desenlace.

De pronto el silencio se rompió.  El aleteo de gigantescas alas batiendo en el cálido aire. El chillido agudo e inhumano de seres desconocidos, y al final, un tremendo estruendo de algo golpeando la pared del baño como una bola de demolición.  Los golpes se sucedieron mientras ladrillos y azulejos iban cayendo y estallando contra el suelo. Cuando el hueco fue lo suficientemente amplio, varios de aquellos demonios accedieron a la casa.  Los aullidos eran cada vez más espeluznantes, capaces de arrastrar a cualquiera a la locura.  Sus enormes cuerpos iban destrozando a su paso cada muro, mueble y pieza de decoración de la casa.

Uno de ellos entró en la habitación. Sus ojos, acostumbrados como estaban a la total oscuridad, palpaban cada centímetro de la estancia, cada rincón, cada poro.  Tenían, eso sí, el resto de los sentidos atrofiados, un pésimo sentido del oído y un nulo sentido del olfato.  No obstante, sus ojos, enormes y maléficos, eran como un don. Podían divisar distancias kilométricas, y advertir un resplandor de luz desde una lejanía increíble.  El brillo les dañaba, de ahí que atacaran a todo aquello que desprendiera luminosidad.

Por el día desaparecían.  Nadie sabía cuál era su escondite, simplemente al llegar el alba, ya no estaban.  Ninguna persona, que se supiera, los había contemplado de cerca y había sobrevivido.

Emma, bajo la cama, pudo ver las enormes garras que aquel ser tenía por pies.  Su piel era como una coraza llena de apéndices punzantes, similar al exoesqueleto de un insecto pero de un tamaño monstruoso.  Era oscura, de un tono azul marino salpicada de multitud de pequeños puntitos de un verde chillón.  Tenía cuatro dedos en forma de aspa, finalizado cada uno de ellos en una desmesurada y afilada uña, todas ellas teñidas del color ocre de la sangre seca.  Debía de ser enorme, ya que con cada nueva pisada, los azulejos del suelo se resquebrajaban en pedazos.  La inhumana criatura aulló y un escalofrío recorrió la espalda de la joven.  Tenía el vello erizado como un gato rodeado por una jauría de perros, y los ojos le lloraban sin control.  Aquel ser destrozaba con sus brazos y alas todo lo que colgaba en las paredes, y posteriormente, de un fuerte golpe, la cama se levantó sobre las dos patas de su lado izquierdo y volvió a caer.  Furioso, continuó golpeando la cama hasta que las patas de ésta, cedieron cayendo sobre los niños.  Camino, aunque muerta de miedo, había sido obediente y seguía con los ojos cerrados y las manos cubriendo las orejas.  Emma, por su parte, tenía en la retina la imagen horrible de aquel ser al que había podido entrever por un instante, y entre temblores, tapaba la boca de Caleb, al que había podido su curiosidad y había abierto los ojos lo suficiente para ver que lo que les buscaba era algo aterrador.  El pequeño estaba aterrorizado y pudo sentir cómo el pantalón del pijama se le pegaba a los muslos al tiempo que una sensación de calidez y humedad, todo ello producto del pánico. El ser chillaba enloquecido y se mantuvo así durante varios minutos que parecieron horas. Después, el resto de sus congéneres comenzaron uno por uno a salir de la casa, hasta que éste, al no haber encontrado a nadie, se dio por vencido y abandonó el lugar por donde había entrado.

Los tres niños permanecieron paralizados durante largo tiempo.  Los brazos de Emma rodeaban los temblorosos cuerpos de sus hermanos bajo los restos de la cama.  Podía saborear el amargor de un hilillo de sangre que corría de su sien hasta la comisura de los labios.  No se movieron.  No hablaron.  Solo se abrazaron en silencio hasta que los primeros rayos de sol comenzaron a entrar por el inmenso hueco abierto por sus agresores.  Una vez sintió la luz, Emma se decidió a retirar los escombros y salir de su escondite. Cuando comenzó a caminar, sus ojos apenas podían creerlo.  Aquello ya no era su casa.  De hecho, difícilmente podía seguir considerándose una casa.  Era como si un tornado hubiera cruzado por el interior de su hogar y no hubiera dejado nada a salvo. Nada excepto a ellos.  Se sentía feliz por seguir vivos y por poder ver la luz del sol.  Se giró hacia sus hermanos y les abrazó de nuevo cubriéndoles de besos hasta que pasaron del llanto y el miedo a las sonrisas.

Vamos a desayunar, canijos –dijo Emma-. Hoy será un día muy largo. Nos vamos a buscar a papá y a mamá.

¡Bien! –gritó Caleb. ¡Nos vamos!

¿Estás segura? –Preguntó Camino. Papá y mamá nos dijeron que no nos moviéramos de casa.

Ya no hay casa, Camino. Ahora debemos encontrar a alguien que nos cuide.

Emma conectó la radio mientras les preparaba el desayuno a los pequeños.  En las emisoras ya no había música, ni deportes, ni otras noticias.  El único tema eran aquellas criaturas:

Hasta el momento y según fuentes oficiales –decía la suave y átona voz del comentarista radiofónico-, el alcance de víctimas en Madrid durante la noche de ayer es de 500 muertos y de más de 5.000 desaparecidos, lo cual sumado a las cifras de las últimas semanas nos deja unos números escalofriantes. Mas de 3.000.000 de muertos y desaparecidos en toda la Comunidad de Madrid desde la llegada de las criaturas. Aún no disponemos de más información sobre dichos seres. ¿De dónde vienen? ¿Son acaso criaturas llegadas del espacio exterior? ¿Estaban ocultos en algún lugar de la naturaleza, esperando su momento para emerger? ¿O son tal vez creación o manipulación genética por parte del ser humano? Hasta ahora cualquier hipótesis es posible….

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